Entrevista al autor: Emilio José Suárez Cobos
La siniestralidad vial ya no se entiende solo desde la experiencia práctica o el sentido común. Cada vez dependen más del manejo riguroso de la prueba tecnológica, de la calidad pericial y de una correcta interpretación jurídica. Para hablar de todo ello y de su nueva obra "Delitos contra la seguridad vial y estrategias de prueba: un enfoque integral", entrevistamos a Emilio José Suárez Cobos.

Sobre el autor
Emilio José Suárez Cobos es Doctor en Derecho por la Universidad de Salamanca, con la calificación de sobresaliente cum laude por unanimidad del tribunal, y Capitán de la Guardia Civil, especializado en seguridad vial y derecho procesal penal.
Cuenta con más de veinticinco años de trayectoria en el ámbito de la seguridad pública, con amplia experiencia en la Agrupación de Tráfico, donde ha sido Jefe de Destacamento y de Subsector durante más de doce años.
Actualmente es profesor en la Escuela de Tráfico y dirige el Departamento de Estudios Universitarios, donde coordina programas de posgrado vinculados a la seguridad vial y al tráfico, en colaboración con el Centro Universitario de la Guardia Civil y la Universidad Carlos III. Ha sido director y miembro de tribunal de Trabajos de Fin de Máster, y ha recibido, entre otras distinciones, la Cruz al Mérito de la Guardia Civil por su contribución a la seguridad vial.
¿A quién va dirigido este libro y qué tipo de profesional puede beneficiarse más de su lectura?
Este libro va dirigido a todos los públicos en general. Al final, la seguridad vial nos afecta a todos: conductores, ocupantes o peatones. Ahora bien, el enfoque especializado en la parte penal de estas conductas hace que tenga una acogida especial entre quienes trabajan en el ámbito jurídico y en la investigación: jueces, fiscales, agentes de la autoridad, abogados, peritos, profesores universitarios o alumnos. En definitiva, cualquier profesional que tenga que enfrentarse a estos delitos puede encontrar aquí una guía útil y práctica
¿Qué aporta esta obra y qué la hace diferente de lo ya publicado sobre seguridad vial y prueba en el ámbito penal?
Esta obra tiene algo que, en mi opinión, les falta a muchas publicaciones sobre seguridad vial: está escrita por alguien que conoce la teoría jurídica a fondo, pero que también ha vivido la práctica diaria durante muchos años. Mi formación como doctor en Derecho por la Universidad de Salamanca —mi tesis, calificada con sobresaliente cum laude, trató precisamente sobre delitos y prueba en seguridad vial— se une a mi trayectoria profesional en la Guardia Civil: más de 25 años de servicio, 14 de ellos en la Agrupación de Tráfico, y más de 12 como jefe de destacamento y de subsector.
Esa mezcla de teoría sólida y realidad de carretera es lo que da sentido al libro. No es un trabajo académico desconectado ni un manual práctico sin base jurídica. Es un puente entre ambos mundos. Y, honestamente, creo que no había nada escrito con este enfoque tan integral. Como decía Yogi Berra: ‘En teoría no hay diferencia entre teoría y práctica; en la práctica, sí la hay’. Pues bien, aquí intento unir las dos.
¿Cuáles son los delitos contra la seguridad vial más habituales en la práctica? ¿Y cuáles aparecen con menor frecuencia?
El delito que más vemos en la práctica es el de la conducción bajo la influencia del alcohol o por superar la tasa legal. Le sigue muy de cerca la conducción sin permiso, tanto en quienes nunca lo han obtenido como en los que han perdido la vigencia por pérdida de puntos.
En el extremo contrario están los delitos menos habituales, los que suponen causar un grave riesgo para la circulación: desde arrojar objetos, como piedras, a los vehículos que pasan por una autovía hasta colocar obstáculos de forma deliberada para que resulten imprevisibles para los conductores. Son situaciones muy concretas, pero cuando ocurren pueden tener consecuencias gravísimas.
¿Consideras que alguno de estos delitos debería revisarse, actualizarse o incluso eliminarse?
Lo primero que hay que tener claro es que estos delitos afectan directamente al bien más valioso que tenemos: la vida. No hablamos de un hurto o una estafa, sino de conductas que pueden terminar en muertes o en lesiones gravísimas que cambian la vida de una persona para siempre.
Conseguir un tipo penal perfecto, que cubra todas las situaciones posibles, es prácticamente imposible. Aun así, creo que algunos delitos sí admiten mejoras. Por ejemplo, el de conducir habiendo consumido drogas necesita una actualización más ajustada a la realidad social y científica. También hay aspectos del delito de conducir sin permiso que, en mi opinión, han quedado demasiado amplios y deberían repensarse para no extender en exceso el ámbito del Derecho penal.
Otros delitos, como el abandono del lugar del accidente, entraron en el Código Penal con bastante polémica, aunque eran necesarios. Con el tiempo se han retocado algunos elementos y hoy resultan menos discutibles que en su primera formulación.
Dedicas una parte importante al análisis de la prueba. ¿Cómo estructuras ese estudio y qué elementos destacarías?
Los delitos contra la seguridad vial exigen un tipo de prueba que no es la habitual en otros ámbitos: aquí la prueba es, en gran medida, tecnológica. ¿Cómo vamos a saber la tasa de alcohol de un conductor sin un instrumento que lo mida con rigor científico? ¿O la velocidad delictiva sin un cinemómetro? Esa es la base: pruebas tecnológicas clásicas que ya están más asentadas en la práctica.
A partir de ahí, en el libro estructuro el estudio de la prueba incluyendo también los medios emergentes, que cada vez pesan más y sobre los que jurídicamente se ha escrito muy poco. El ejemplo más claro es el registrador de eventos, el EDR, la conocida, y mal llamada, “caja negra” del vehículo. Tiene un enorme potencial probatorio, pero requiere entender bien qué registra y qué no registra, acompañarlo de cálculos analíticos y, sobre todo, manejarlo correctamente para que su uso sea fiable en un procedimiento penal.
Además, analizo las grabaciones procedentes de videocámaras y teléfonos móviles: desde la cámara que lleva un ciclista en el casco hasta el vídeo de un testigo que capta un atropello o una carrera ilegal. Este tipo de imágenes se ha convertido, en la práctica, en una fuente de evidencia que ya es imposible ignorar.
En relación con las pruebas clásicas (etilómetro, test de drogas, etc) ¿cómo las abordas en la monografía y cuáles son los puntos críticos desde el punto de vista jurídico-probatorio?
Las pruebas clásicas, como el etilómetro, y en realidad todas, las trato no solo desde lo que dice la ley en abstracto, sino desde lo que ocurre de verdad en la calle. Los agentes se encuentran cada día con situaciones que no salen en ningún manual y que superan, con mucho, lo que está escrito en la norma. A partir de ahí intento dar una respuesta jurídica sólida: analizar bien el tipo penal, revisar la jurisprudencia que ha resuelto casos parecidos y, donde no la hay, proponer una técnica jurídica que permita actuar con seguridad, tanto en el propio servicio como después en sede judicial.
En cuanto a la prueba de drogas, creo que todavía estamos solo en el principio. Cada vez aparece más en la práctica, pero la regulación no ha acompañado al mismo ritmo. Falta precisión, falta homogeneidad y falta una base científica y normativa más clara. Si no se regula mejor, y pronto, el problema será mayor y con consecuencias más serias.
Analizas también pruebas tecnológicas emergentes, como el EDR. ¿Qué es, cómo se regula y qué fiabilidad y limitaciones técnicas tiene en un procedimiento penal?
Durante años, la investigación de un siniestro dependía de testigos, marcas en la calzada y reconstrucciones periciales. Hoy, en ciertos casos, el testigo más fiable puede ser el propio vehículo. Y ahí entra el EDR, un sistema que registra determinados eventos del coche en un periodo muy concreto: unos segundos antes del siniestro, durante el impacto y justo después.
Se le suele llamar la “caja negra” del coche, pero no lo es. No graba sonido, ni imágenes, ni datos del conductor, ni geolocalización. Registra parámetros técnicos del vehículo, nada más.
Ha supuesto un avance importante en la investigación de siniestros, pero no es un dispositivo perfecto ni mucho menos. Para empezar, exige conocimientos técnicos avanzados para interpretar bien sus datos. Además, acceder a esa información es costoso, hay limitaciones, y en algunos aspectos falta transparencia sobre qué datos se pueden obtener y cuáles no.
Y luego está, para mí, su punto débil: el EDR no se diseñó para investigar accidentes desde el punto de vista penal, sino para que las marcas analicen cómo se comporta el vehículo en un siniestro. Eso condiciona su alcance y su fiabilidad jurídica. Por eso, aunque aporta mucho, hay que saber exactamente qué puede darnos… y qué no.
En tus investigaciones tratas el fenómeno de los conductores que se graban circulando a velocidades extremas y lo suben a redes sociales. ¿Qué análisis haces de este tipo de pruebas y cómo se están gestionando judicialmente?
Hoy en día parece que si no lo subes a redes sociales, es como si no hubiera pasado. Ese “alarde” de grabarse conduciendo a velocidades extremas o haciendo maniobras temerarias, y luego publicarlo, es un paso más en la banalización de conductas que son muy peligrosas.
Desde el punto de vista de la investigación, lo curioso es que el propio autor del vídeo se convierte en un testigo de primera línea: él mismo aporta una prueba del hecho delictivo. Antes o después, la autoridad acaba teniendo conocimiento de esas grabaciones y tendrá que responder por ello.
Y no solo son los autores. También vemos vídeos grabados por terceros que captan maniobras peligrosas: un conductor bajo los efectos del alcohol o las drogas, una conducción temeraria, un adelantamiento imposible… Esas imágenes subidas a internet tienen, a efectos de investigación, la misma consideración. Al final, lo que importa es la fiabilidad de la grabación y su utilidad para acreditar la conducta, no quién pulsó el botón de grabar.
También dedicas espacio a la calidad pericial: fiabilidad técnica, validación, cadena de custodia y criterios interpretativos. ¿Qué aportas en este campo y qué deberían tener en cuenta los peritos que intervienen en estos casos?
En el libro intento aportar algo que, por mi experiencia, falta en muchos procedimientos: una visión en la que técnica y Derecho vayan de la mano. Hablar de calidad pericial no es un eslogan; es una exigencia jurídica. Una prueba no vale por lo llamativa que sea la herramienta, sino por la fiabilidad del proceso que hay detrás. Y ahí destaco tres pilares.
El primero es la fiabilidad técnica. Un perito tiene que documentar cada paso y dejar claro qué puede afirmar y qué no. Un informe serio no es solo una conclusión: también explicar sus límites. En el ámbito penal eso es clave.
El segundo es la cadena de custodia, que sigue siendo el talón de Aquiles de muchas pruebas. De nada sirve un dato excelente si no puedes acreditar cómo se obtuvo, quién lo manipuló o cómo se preservó. En cuanto hay dudas de trazabilidad, la prueba se tambalea.
Y el tercero es la interpretación. El perito no es un narrador omnisciente. No se trata de escribir literatura ni de hacer ingeniería incomprensible, sino de aportar claridad, método y rigor. En los delitos viales ya no basta con saber de reconstrucción o de electrónica; el trabajo pericial se evalúa también con criterios jurídicos de fiabilidad, proporcionalidad y cadena de custodia.
Las investigaciones de accidentes son cada vez más tecnificadas. ¿Cómo crees que debe evolucionar la colaboración entre peritos, ingenieros, investigadores y operadores jurídicos?
La colaboración tiene que ir hacia un modelo mucho más integrado. Hoy, los accidentes complejos ya no se resuelven solo con la pericia clásica: ahora entran datos electrónicos, EDR, reconstrucciones avanzadas y análisis digitales. Esto obliga a que peritos, ingenieros, investigadores y juristas trabajen con un mismo lenguaje operativo.
Si cada uno sigue en su parcela, la prueba se resiente. En cambio, cuando se trabaja coordinado desde el principio, la investigación gana fiabilidad y el procedimiento penal se refuerza. Ese es, en mi opinión, el salto que necesitamos dar de forma definitiva.
¿Qué te impulsó a escribir esta obra y qué esperas que aporte a la práctica profesional y a la mejora de la seguridad vial?
Me impulsó la sensación de que, en los delitos contra la seguridad vial, había mucha práctica, mucha intuición y mucha experiencia, pero muy poca integración entre la parte técnica, la probatoria y la jurídica. Veía a agentes, peritos, fiscales y jueces trabajando bien, pero cada uno desde su propia isla, y eso acaba generando inseguridad jurídica y decisiones que a veces no reflejan la realidad técnica del accidente.
Además, comprobé que muchos de los propios tipos penales se aplicaban con criterios dispares, o que no terminaban de adaptarse a lo que ocurre en la calle. Por eso también dedico una parte relevante del libro a analizar a fondo los delitos: su lógica, su alcance y sus problemas prácticos.
Con este libro intento aportar justo lo contrario: un enfoque integral que una técnica, prueba y Derecho, con criterios claros y útiles para el día a día. Si consigue que las investigaciones sean más sólidas, que la prueba se valore con más rigor y que los operadores jurídicos y los técnicos hablen un lenguaje común, entonces habrá cumplido su objetivo. Y, al final, todo eso se traduce en lo más importante: mejorar la seguridad vial y reducir víctimas.
“Delitos contra la seguridad vial y estrategias de prueba: un enfoque integral”
Para quienes trabajamos en la investigación de siniestros —ya sea desde la ingeniería, los cuerpos policiales, la fiscalía, la abogacía o la judicatura— esta obra supone una invitación a revisar nuestras propias prácticas: cómo obtenemos la prueba, cómo la documentamos, cómo la explicamos y cómo dialogamos con el resto de los operadores jurídicos.